viernes, 20 de septiembre de 2013

Un segundo para la destrucción...

Pudo haber sido una tragedia. A los 9:57 del video empieza la secuencia. El codo de Carlos Monzón reposaba sobre el protector de la esquina del ring. Manso, relajado, el santafesino gritaba: “No puede más. Pará la pelea, che”. Su rival, Tom Bogs, sufría la peor paliza de su vida.
 Los pedidos no fueron escuchados. “Box”, dijo el británico Harry Gibb. Y la compasión se transformó en voracidad. En menos de un segundo, sus ojos se inyectaron de sangre. Aquel hombre que había solicitado detener la batalla se transformó en una máquina de destrucción. Izquierda al mentón y derecha cruzada a la sien. Dos golpes y, otra vez, muñeco a la lona.

El 19 de agosto de 1972 Monzón retuvo el título de peso mediano por quinta vez.  El combate se llevó a cabo tan sólo dos meses después del enfrentamiento ante Jean Claude Bottier, según el sanjavierino, el más duro de su carrera. No obstante, la lejana Dinamarca fue testigo de la golpiza al “Golden boy” de su boxeo. Carlos Escopeta Monzón no hizo nada nuevo aquella noche. Ganó como casi siempre.  Espigado y de brazos largos, el Negro tuvo la ventaja de su estatura. Su biotipo lo convirtió en un peleador de media y larga distancia. Ahí sacaba diferencias.  Flaco y alto. Por momentos, parecía un púgil desganado. Apático. No obstante, debajo de ese andar cansino se escondía un instinto animal que lo hacía transformarse en un segundo. Con menos variantes que muchos de sus rivales, Monzón siempre encontraba el “estiletazo”. En ese momento, la demolición del rival comenzaba. De la paz a la vehemencia en tan solo un minuto. Un segundo después de escuchar la orden de comienzo, la metamorfosis era inmediata.

De la mano de su mítico entrenador, Amilcar Brusa,  Monzón logró estabilizarse. Corrigió errores de juventud que lo llevaron a perder algunas de sus primeras peleas. ¿El principal error de sus comienzos?  La regularidad en su intensidad. Peleas ante rivales débiles convertidas en derrotas sólo por no brindarle la atención necesaria. Con el paso de los años, el nivel boxísitco encontró un equilibrio. A Monzón no le hacía falta mantener el balance apropiado. Con el torso hacía atrás, retrocendiendo o improvisando una defensa, el entrenado por Brusa encontraba el latigazo. Guapo y firme. Su estilo era ofensivo, golpe por golpe. Jab al mentón y derecha a la sien. Clásico.

La explosión llegó en el momento justo, en Roma, contra Nino Benvenutti.  Un triunfo por nocaut en 12 asaltos lo llenó convicciones y le dio el título mundial. A partir de esa pelea en Italia, él envolvió su cuerpo en un aura muy particular. La confirmación de su potencia sobre el ring, su capacidad para que no le pese el mote de ídolo y las controversias abajo del ring fueron factores determinantes en su carrera. Monzón intimidaba. Con su cuerpo, con su mirada y con lo que significaba para el pueblo argentino.  Por lo que decía y por lo que hacía.  ”El país se paralizaba para verlo”, es una frase utilizada por estas pampas.

Así pasaron 14 defensas.  La revancha con Benvenutti,  Jean Claude Bouttier (según él, las dos peleas más difíciles), Bernie Briscoe, Mantequilla Napoles, Emilie Griffith y Rodrigo  Valdez, entre otros. Nombres potentes para una época difícil del boxeo. Les ganó a todos. En el medio, de cada uno de sus combates su figura a nivel popularidad crecía. Romances con estrellas nacionales y apariciones en Montecarlo le dieron un nivel de estrella de cine. Su retiro fue en la cima, con el cinturón bajo el brazo. Sin embargo, la leyenda y su historia traspasa los límites de un cuadrilátero.