Es domingo por la mañana y, a pesar del orgullo, la bronca me zumba en la cabeza. No sólo por el triple que clavó Shved, por el tiro de Nocioni que bailó en el aro y por la falta que a Prigioni no le cobraron. No. Porque además de ser un argentino fanático de los deportes, también soy periodista.
Y sé cómo va a terminar la cosa. Estos tipos que hicieron historia adentro y fuera de la cancha no ganaron, perdieron. No hay medalla. La derrota no vende y esa máxima se va a imponer en los medios, sin importar contextos o circunstancias. A las seis juega Boca y si gana es tapa. Abrimos el noticiero con eso. Punto. Eso vende y al fin de cuentas es lo que importa. Ese es el mensaje.
Mientras cambio la yerba del mate pienso que es tan grosso lo que la Generación Dorada logró que quizás, por una vez, la cosa pueda cambiar. Porque estos tipos parecen estar cortados con un cuchillo diferente y mostraron con hechos que cualquier objetivo motorizado por una pasión se puede alcanzar recorriendo los caminos que marcan el esfuerzo, el compromiso, el compañerismo y la alegría.
Hechos, más allá de los resultados. Porque enaltecer a la Generación Dorada por el subcampeonato de Indianápolis, el oro en Atenas o el Bronce en Beijing es lo fácil. Es el maquillaje. En el tránsito está el mérito de su mensaje. Y en este Londres 2012 que acabó sin medalla, todas las virtudes de esta camada quedaron expuestas. Desde el inicio. Desde que los más viejitos decidieron ‘estirar’ su compromiso con la selección dos años más sólo para buscar más gloria. En el ejemplo dado por sus el Oveja Hernández, despojándose de egos y marquesinas, para ser ayudante de Julio Lamas. En el compañerismo de un Pablo Prigioni que aún soportando un cólico renal entrena y pide jugar. En la humildad de un Luis Scola que aún con el respaldo de la fama made in NBA cede la chance de ser abanderado nacional en un Juego Olímpico, con la dimensión que eso implica, ante el mérito amateur de un taekwondista. En la sencillez de un Chapu Nocioni que en medio de la calentura por la caída ante Rusia se encarga de resaltar a la Liga Nacional que lo vio nacer y vuelve a pedir que se la apoye para que el crecimiento continúe.
Pero tal vez la virtud que más expuesta fue el sentido colectivo del equipo que brotó en cada momento de estos poco más de diez años, reflejados en esas lágrimas de Manu Ginóbili en la atención a la prensa posterior a la victoria con Brasil. El símbolo de esta generación dimensionaba lo que estaba viviendo cuando por la emoción debió pedir unos segundos, para luego volver y decir: “Ganamos y está todo bien, pero también quiero estar con ellos el día que nos toque perder. Ese es el compromiso que tenemos”. Grandeza.
Ya es lunes por la tarde y todavía la bronca no se pasó. Estos tipos se merecían otro final. Y ojo, no por el resultado en sí, sino por ellos. Porque cada uno desde lugar aportó para ese ideal colectivo que tenían de hacer un básquet cada vez más grande. La pucha. Es lunes y en la tapa de todos los diarios está Viatri gritando un gol. Y la Generación Dorada, si aparece, está en alguna ventanita. Qué bronca.
Es lunes y tengo que hacer la columna. Debería escribir sobre algún tema bien vigente, actual, que perdure a lo largo del mes, que pegue en la gente, que nos dé difusión, contribuya a generar retuits… Pero no, aunque dentro de una semana ya quede viejo, opté por escribir estas líneas sobre la Generación Dorada. Porque considero son el mejor equipo en la historia de deporte argentino. Porque el tiempo va poniendo fin a esta camada y creo oportuno el reconocimiento. Porque pienso también que está piola desde mi lugar de periodista priorizar el contenido por encima de lo que más pueda llegar a vender.
Porque más allá del resultado, como lo demostró la Generación Dorada, lo importante está en el mensaje.
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