lunes, 6 de agosto de 2012

52 años sin oro y el descanso de Alambre...


Tras el fracaso del Mundial Corea-Japón 2002, la presión sobre el equipo, principalmente hacia el entrenador Marcelo Bielsa, fue el eje rector de las esperanzas argentinas en los Juegos Olímpicos de Atenas 2004. Pero la obligación del objetivo se convirtió en una ilusión sin ataduras apenas arrancado el certamen.
Desde el pitazo inicial del primer partido hasta el pitazo final del último encuentro, Argentina patentó la cancha con su nombre. Con un emblema nacional, alcanzaría la gloria olímpica y sanaría un poco la herida provocada en tierras orientales dos años antes. Toque, gambeta, la autoridad de Mascherano en el medio campo y la calidad de Carlos Tévez trazaron el exitoso camino de la Albiceleste en Grecia.
Luego de su gran actuación ante Italia en semifinales, donde comandó la ofensiva y convirtió un golazo de tijera, el Apache perforaría las redes paraguayas en la final y con su gol le daría a Argentina la medalla de oro. Mientras los héroes argentinos festejaban la obtención de su presea dorada, los futboleros seguían impactados por la forma en que consiguieron subir como ganadores al podio. Argentina ganó todos sus encuentros, anotó 17 goles y no recibió ninguno.
El triunfo fue sumamente festejado y aplaudido por otro argentino, uno ajeno al futbol. Agradecido estaba con la vida y con el balón. Feliz se puso al saber que los nombres de Tévez y Mascherano fluyeran en la prensa deportiva. “Menos mal que el futbol y el básquetbol anduvieron muy bien y fueron campeones en Atenas porque siempre me llamaban para que recuerde mi logro por ser el último oro de nuestro país y eso era un poco triste”, dijo Eduardo Guerrero al diario Perfil.
Ansiando el olvido, esa caja oscura en la que suelen acumularse las glorias despreciadas, Guerrero estaba cansado de ser el eterno invitado para reportajes y entrevistas sobre hazañas argentinas en Juegos Olímpicos. Junto a Tranquilo Capozzo conquistó la medalla de oro en la prueba de remo en Helsinki ’52.
La proeza le impidió el descanso; los medios no lo dejaban respirar. Fue hasta que vio a los equipos de futbol y básquet argentinos ganando el oro en Atenas cuando cedió la estafeta de imán mediático. La principal gratitud fue con la pelota, por ser el elemento más seguido en el país. Sin embargo su historia, construida junto a Capozzo, sigue vigente tanto en Argentina como alrededor del mundo.
Durante la competencia del ’52, Guerrero y Capozzo querían terminar la prueba lo más antes posible. A diferencia de otros competidores, su bote tenía agujeros, algunos cubiertos por parches. La madera se desgastó y comenzó a quebrarse. El temor era a ser descalificados por las “roturas” de la embarcación, querían cruzar la meta por cumplir el sueño. Los remeros de Rusia pasaron junto a ellos y los observaron con lástima.
“Nosotros no corrimos para ganar, corrimos con miedo de perder por la rotura del bote que por suerte fue arreglado por el carpintero del equipo ruso”, confesaría Guerrero. Contrario a los representantes de su país, el carpintero de la delegación rusa se percató de su angustia y les ayudó con la única herramienta que encontró a su alcance, alambre.
Reparado el bote, unido con alambre, Guerrero y Capozzo remaron con fuerza y velocidad para concluir la carrera. Cruzaron la meta, fueron ovacionados por todos y creyeron que se trataba de un reconocimiento a su esfuerzo. No fue así. ¡Habían ganado! No solamente eso. La medalla de plata fue para los rusos que los trataron con indiferencia.
Para Guerrero el mérito no fue exclusivo de su compañero y de él, sino también del hombre que se olvidó de su nacionalidad para ayudarlos: “El carpintero ruso reparó nuestro bote de manera increíble, a él también le debemos aquella medalla dorada”.
De Helsinki a Atenas, Argentina tuvo que esperar 52 años para que volviera a conseguir medalla de oro. Fueron 52 años en que Guerrero sostuvo en la hazaña del alambre el permiso a ser olvidado. Con la aparición de Tévez y compañía, el alambre por fin descansaría. Al menos ya no estaría triste para volver a hablar.

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